¿Quién de pequeño no ha leído
cuentos sobre princesas y castillos? Todos conocemos a La Cenicienta, La Bella
y la Bestia, Blancanieves, La Bella durmiente y un sinfín más de historias protagonizadas por bellas
damiselas que suelen encontrarse en apuros de los que son rescatadas por un
apuesto príncipe. No voy a decir que no sean historias bonitas y conmovedoras
con las que dormir a los pequeños de la casa. Pero, ¿qué hay de real en todo
esto? Absolutamente nada. Nos presentan a todas estas princesas como mujeres de
ensueño, con pelos pantene, unos cuerpos de infarto, unas caras angelicales y
una inocencia y bondad que raya lo inexistente. Unas mujeres frágiles como
muñequitas que, sin su hombre predestinado, no son nada. Al igual que el
encantador príncipe que la salva. Nos los pintan casi como héroes. Por no
menospreciar sus figuras atléticas casi de gimnasio. Además de su hombría y su
buena actitud. Sin olvidar que nuestro querido molde perfecto da su vida por
ella si hace falta. Pero, si hace esto revive porque la historia tiene que
acabar bien. Y siempre es la misma historia de “amor”, que parece destinado
desde el principio y del que no se ve el final. Un mundo donde todo es idílico
y todo el universo conspira para que nuestros protagonistas acaben juntos y
sean felices sin conocer ni un solo obstáculo porque parecen los elegidos. Unos
modelos con unos patrones de perfección que solo conocen finales felices.
La realidad es muy
diferente. Claro que existen princesas. Pero nada que ver con esas barbis
esqueléticas de catálogo. Hay princesas altas, bajas. Unas más delgaditas, otras
con más curvas. Estas princesas no van en carrozas ni visten de gala. No se
dedican a cantar en jardines de palacios ni a ponerse guapas para el baile del
año. Las princesas de la realidad son aquellas mujeres que pueden descuidarse
porque su preocupación por ti es mayor. Esas que se quedan la noche despiertas
al lado de tu cama para velar por tus enfermedades o protegerte de tus miedos.
Las que no viven en castillos sino en pequeñas moradas que mantienen siempre
pulcras, que en vez de comer perdices en grandes banquetes, se preocupan porque
no te falte el plato en la mesa. Las que no salen de un cuento, sino que
se inventan las mejores historias que te arropen por las noches. Las que no esperan en
balcones a que su príncipe vaya a buscarlas. Sino que van en coche, caminan o cogen un autobús para buscar a su principito. Estas princesas no disponen de un séquito a su
servicio ni viven despreocupadas porque no les falta de nada. Al contrario, muchas
veces, se ponen a tu servicio sin horarios ni límites y su mayor preocupación
es que vivas bien. Pueden tener ayuda o estar solas. Si tienen un mal día o están cansadas, sacan fuerzas para que el tuyo termine bien. A menudo no aparecen como protagonistas, cuando se merecen serlo. No son ellas las rescatadas sino que te levantan a ti de las caídas, te curan las heridas y te secan las lágrimas.
Puede que, a primera vista, no parezcan princesas
porque no son como las convencionales. Se parecen más a unas heroínas reales. Y
es que, en el fondo, más que princesas, merecen ser tratadas como lo que son,
unas reinas, las reinas de la casa. Esas princesas a las que comúnmente
llamamos MAMÁ, se merecen que les dediquemos este día y los 364 restantes.
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