sábado, 6 de junio de 2015

Embotellar momentos para recordar

¿Embotellarías el agua del mar en un frasco de cristal? Imagina poder abrirlo cuantas veces quieras y oler ese sabor a sal.
¿Enjaularías a una mariposa para poder sacarla con cuidado un rato y maravillarte con su bonito volar?
¿Meterías la fina arena blanca de la playa en un tarrito? Así jugar con ella siempre que quieras y sentir de nuevo entre tus dedos esa suavidad.
O imagina tener un invernadero en el que poder plantar de manera artificial tu fruta favorita durante todo el año. Y no  esperar tanto para disfrutar tan solo unos meses de esa delicia estacional.
Disecar una flor preciosa y colgarla de un cuadro en la pared para poder admirar sus colores sin parar.
Grabar la canción de ese concierto de tu cantante preferido y todas las voces cantando al unísono el estribillo de esa canción tan genial.
Algunas cosas de esas son científicamente posibles.  
Pero, al abrir el frasco añorarías poder zambullirte en esas aguas azules, la sensación de sentir la arena caliente en tus pies, la sorpresa de pasear por el campo y ver la bonita mariposa revoloteando en ese cielo azul. O la sensación de felicidad al ver estanterías llenas de esa fruta que tanto te gusta y llevarte una caja para poderla devorar. Echarás de menos el olor de esa florecilla recién cortada. O la mirada de complicidad de tu amigo al veros cantar.
Al igual que el frescor de la lluvia y el olor a tierra húmeda. El ruido de las olas en su continuo ir y venir o vislumbrar los pececillos en el fondo del mar.  El reflejo del sol en los granitos de arena y las figuras que construyes a toda prisa antes de que venga la próxima ola sabiendo que lo borrará.
Recordarás el campo lleno de margaritas, rosas...pero no el perfume embriagador que te llenaba los pulmones y te encantaba respirar.
Ni un millón de tesoros más. ¿Quién no querría poder guardar en una caja ese atardecer rojizo que se reflejaba en sus ojos?¿Esa caricia lenta que le hizo temblar o ese abrazo cálido que hizo que dejara de llorar? A todos nos gustaría poder embotellar esos besos de película, o esos que son mucho mejores en la realidad. Esa sonrisa que mostraba una gran felicidad. El frescor en los pies del agua cristalina de un riachuelo en el que parar a descansar tras un duro día de mucho caminar. Esos rayos del sol en la piel o el canto de ese pájaro que oías en un momento de silencio en la bulliciosa ciudad. O grabar la risa de los niños jugando en el parque y el maullido de esa camada de gatitos escondidos en algún cercano matorral.
Podemos sacar fotos, tener grabadoras o medio millar de aparatos tecnológicos más. Capturar esos instantes, inmortalizarlos para poder luego recordar. Pero, nada comparado con ese mismo instante, esa fracción de segundo en el que sientes de verdad. En el que parece que todos tus sentidos se han puesto de acuerdo con el equilibrio natural. Ese momento en el que el tiempo parece detenerse, en el que te sientes vivo, completo y feliz, disfruta de ese regalo y déjalo fluir a través de ti más que de cualquier aparato. A veces, nuestra agonía por no poder capturarlo e inmortalizarlo, no nos deja disfrutarlo en toda su magnitud. Y luego lo podremos tener colgado de la pared cogiendo polvo o en un viejo álbum de fotos olvidado en algún cajón, o en un estratégico sitio donde no se rompa nuestro tarrito de cristal.
Pero, cada vez que recuerdes la plenitud del momento, en el que ponías todos tus sentidos a funcionar, sentirás ese estremecimiento difícil describir y  casi imposible de explicar.
Somos la mejor caja donde poder guardar esos sentimientos que nos hagan revivir al recordar.
Así que mejor dejar de poner tanto empeño en inmortalizar sensaciones pasajeras y disfrutarlas de verdad.