viernes, 25 de diciembre de 2015

La vida no se mide en minutos, se mide en momentos


Continuamente en nuestra vida hemos oído eso de "es la hora de..."
Es hora de levantarse, de ir a clase, de comer, de acostarse.
Estate a la hora en este sitio, a tal hora comemos, a esta hora empieza el curso, la obra empieza a X hora, de esta hora a tal hora estaré allí, haciendo, yendo...
Hemos perdido la cuenta de la de veces que nos habrán dicho: No llegues tarde, sé puntual, no hagas esperar, llega un poco antes de la hora, etc., etc., etc.
Creamos relojes que marcan las horas, minutos y segundos. Y vivimos marcados por tiempos. Es tiempo de hacer esto o aquello. Ya no es tiempo para eso o a este paso se te va la hora sin que hayas hecho algo.
Obligaciones, deberes, rutinas, quehaceres. Forman parte de la vida. Pero no son vida.
Una vez leí "la vida no se mide por las veces que respiras, sino por los momentos que te dejan sin aliento". Yo digo "el tiempo nos rige la vida, pero la vida se erige en momentos sin tiempos".
Y es que no existe la hora exacta para hacer de tu vida algo maravilloso. Nadie nos marca cuando dar un abrazo o cuando robar un beso. No hay relojes que dicten los minutos exactos en los que sonreír, salir corriendo o ponerse a bailar. No valen los cronómetros cuando de medir momentos se trata. Ese momento en el que estás sintiendo el sol de una tarde de verano tostando tu piel. Cuando estás tomando unas cañas a deshoras con ese amigo que hace tanto que no veías. Cuando caes rendido en la cama tras un largo día de trabajo y no tienes que madrugar. O en esos paseos sin rumbo por esa ciudad que conoces como la palma de tu mano. O la que ves por primera vez. Esos momentos de risas espontáneas con familia, amigos... con quien puedas imaginar. O con quien nunca hubieras imaginado. Esas charlas escuchando a un amigo que está mal, o con esa persona que te da un hombro en el que llorar cuando ya no puedes más. Y es que los mejores momentos no entienden de horas, minutos ni de rigideces impuestas por números inventados ni de métricas exactas. Están compuestos de sentimientos, de pieles erizadas, de lagrimas derramadas y sonrisas regaladas. De caricias espontáneas, de prisas que pueden esperar. Es que los mejores ratos son los que crees que tan solo ha pasado media hora cuando te das cuenta de que ya llevas cuatro. Cuatro horas, cuatro cañas o cuatro chistes malos con ese amigo del pasado con quien tan bien lo solías pasar. Son esos dedos encallados de estar en el agua de la bañera, de la piscina o del mar. Es ese bocado cuando tienes hambre sin importar si toca desayunar, comer o cenar. Es esa llamada a destiempo, esa que te hace llegar tarde pero que arregla ese malentendido o que ayuda a tu amigo a dejar de llorar. Es ese tren que pierdes por dormir un rato más, y te lleva a conocer en la estación a esa persona por casualidad. Son esos desvelos por las noches por todo lo que puedas imaginar, por estar de fiesta, velar a alguien, una noche romántica o por leer ese libro que tanto te gusta y no parar hasta que lo acabes o por sueño no puedas más. Y dormir por el día. Son esas reuniones familiares que empiezan con una comida y casi ya te quedas a desayunar. En las que entras a una hora y no sabes, ni te preocupa, cuándo acabarán. Es ese "solo 5 minutos y ya" con cualquier cosa que te llene de felicidad. 5 minutos que se convierten en unas pocas horas más.
Y es que los relojes marcan el discurrir del tiempo y la vida es temporal. Pero, son los momentos donde los minutos no cuentan, aquellos que nos hacen vivir de verdad.

sábado, 24 de octubre de 2015

Fósforos de la vida

Dicen los gurús, los maestros espirituales y los entendidos en sicología, que no puedes depender de nadie para ser feliz. Que la felicidad reside en nuestro interior y que somos la primera persona a la que tenemos que amar.
Vale, sí, nunca podré estar más de acuerdo.
Pero, no nos mintamos. Hasta una cerilla necesita un roce para sacar su llama, o una vela necesita que la enciendan para iluminar con su luz.
En última instancia, eres tú y solo tú quien tiene que iluminar tu alrededor. Y, no necesitas a NADIE para que eso pase.
Sin embargo, no podemos empeñarnos en negar que, a veces, la vida sopla demasiado fuerte y nuestra llama se tambalea peligrosamente. O, se nos acaban las fuerzas y se nos apaga. No del todo. Aunque aún este candente y ansiosa por volver a brillar. Incluso las estrellas parece que se apagan por el día a nuestros ojos porque las opaca la luz del sol. Pues con nosotros ocurre lo mismo. Los problemas de la vida nos opacan.
Vale, entendidos de la fuerza humana que creéis que el ser humano es invencible o ha de serlo, nadie está libre de caer. Y, si, nos tenemos que levantar nosotros mismos y no depender de ninguna mano que nos levante.
Pero, qué bonita puede ser la vida cuando te encuentras una mano que te anima a levantar. Cuando dos ojos ajenos nos ayudan a mirarnos por dentro, a enfrentarnos no solo a esa imagen que nos devuelve el espejo de ese ser extraño que es uno mismo. No. Esa mirada que nos dice "mira en tu corazón, toda la luz que hay, y es tuya". Quién me niega que no agradece en un día lluvioso, no que alguien sea su sol, sino que te recuerde que tienes el calor suficiente para pasar el invierno. Esa persona que te hace reconciliarte contigo mismo, con la vida. Que hace que le ames porque te recuerda que puedes elegir el buen camino, que tienes más flores de las que creías para repartir. Y que tu corazón no solo palpita sangre. Sino que está lleno de buenas intenciones.
¿Quién mentiría tanto para decir que no quiere una cerilla de esas en su vida que solo con el roce te haga sentir millones de cosas, iluminando tu vida? Pues yo no.
Porque ¿acojona? Sí, mucho. Da miedo pensar que en algún momento se puede apagar esa llama. Pero, todos a veces somos un poco sordos, un poco ciegos y muy injustos con nosotros mismos. Más de lo que la vida se empeña en serlo con nosotros. Somos los imbéciles que nos empecinamos en ponernos más dificultades aún. Y, puede que por miedo a quedar de arrogantes o al que dirán, nos tiremos más piedras que flores a nosotros mismos. Olvidando que el amor empieza por uno mismo. Y que, sin eso, estamos perdidos.
Por eso, cuando aparece ese fósforo que nos abre la puerta hacia nuestras partes más bonitas y, desgraciadamente, muchas veces más escondidas por nosotros mismos, sonreímos. Sí, sonreímos de verdad. No como en esas fotos de estudio donde enseñas los dientes. Sino como en esas instantáneas que parecen hablar por sí solas y que reflejan felicidad en el brillo de los ojos.
Ese brillo con el que todos nacemos y que la maldita sociedad hace el esfuerzo para que apaguemos. Por rebeldía, envidia y mil razones más.
Sí, queridos gurús, gente sabia y leída que escribe líneas y líneas sobre lo correcto y lo que está mal. Tras leer muchos libros de autoayuda y felicidad, les doy la razón, nuestra vida solo depende de nosotros mismos.
Pero, no hay manera de explicar lo que hacen sentir esos fósforos que llegan a nuestra vida por casualidad y que nos enseñan cómo hacerlo sin tanta teoría. Esas personas que, sin que nos demos cuenta, nos ayudan a sacar de nosotros un poco de eso que llaman felicidad. Que nos ayudan abrir las alas para que no nos olvidemos de que podemos volar.

domingo, 30 de agosto de 2015

La suerte de mi vida

Siempre me gustaron los viernes. Último día de trabajo, de clase, del ahogo de las obligaciones. Comienzo del fin de semana, de un poco de descanso o de fiesta, qué más da.
El verano es mi estación favorita. Calor, piscinas o un poquito de mar, desconexión, planes con amigos, helados a cualquier hora, dormir hasta tarde o los largos y lentos paseos sin prisa por la ciudad.
Las fiestas de la ciudad son una semana diferente: casetas, ferias, ambiente por las calles abarrotadas de color...
Pero, ¿Quién me iba a decir a mi que aquél viernes, aquél verano, aquéllas fiestas no iban a ser iguales a nada? Ni en mis mejores sueños había pensado en un guiño tan genial que el destino me tenía preparado. Si me pudiera anticipar al futuro, no me creería que esa noche iba a encontrar mi trébol de cuatro hojas. En forma humana. No sabía que los planetas se iban a alinear por una vez en mi vida para hacerme ese regalo. O que la luna iba a brillar de una manera especial. Pero, ¿Cómo me iba a fijar en la luna si me crucé por primera vez contigo, si solo tenía ojos para esa mirada?
Aquélla noche descubrí el verdadero significado de esa frase que reza "el primer beso no se da con la boca, sino con la mirada."
Entendí por fin el porqué de todas aquellas veces que la vida me había dicho "no". Me di cuenta que tan solo me estaba diciendo que tuviera paciencia. Pues lo bueno se hace esperar. ¡Qué razón más grande! La espera y las negativas valieron la pena. Porque creo que por primera vez sonreí de verdad.
¿Y eso de que la vida puede cambiar de un momento a otro? Qué cierto es eso de que podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante. Tan cierto como el sol sale por el día y la luna por la noche. Te pasas años respirando como un autómata y suspirando por cumplir tus sueños. Hasta que llega ese momento, ese minuto, ese segundo en el que se te corta la respiración, y tu vida da un giro de 180º, haciéndote ver que puede ser mejor la realidad que todo aquello que tenías en mente. 
Una mañana te levantas, te vistes, sales a la calle, te dispones a hacer todo como cualquier otro día. Sin saber que tu vida va a cambiar por completo y que va a ser un día especial. El día. Te despiertas pensando en ti mismo, pensando en singular. Y te acuestas sin saber que ha llegado el momento de cambiar el chip y utilizar en tu vocabulario el plural, el nos.
Nadie te avisa. Nadie te dice "sonríe que hoy es el día". El día en que vas a conocer a esa persona. El día que el mundo te va a sonreír. Bueno, el mundo, o esa persona que se va a convertir en tu mundo.

 
No, las cosas no funcionan así. Nadie te prepara ni te deja un momento para vestirte para la ocasión. Pero es que lo mejor es la naturalidad. Y las casualidades no entienden de formalidades ni preparación. Te pillan desprevenido. Como esas tormentas de verano que te sorprenden en mitad del campo sin paraguas ni sitio para resguardarte. Y te calan los huesos, refrescando el corazón. Y no hacen falta grandes galas ni adornos. Tan solo buena voluntad, mente abierta y muchas ganas de descubrir lo siguiente que vendrá. 
Puede que el destino o el azar lo tengan planeado. Pero, nosotros lo recibimos como esa ola de mar que te tira de la colchoneta mientras dormías plácidamente al sol.
 
 Y nos despertamos. Del gran letargo en el que llevábamos sumidos años. O, puede que abramos los ojos por primera vez. Que veamos de verdad. Porque, en realidad, cerramos los ojos, saltando al precipicio, a la incertidumbre. Y se abre el corazón, por si sólo. Sin pensar, sin pedir permiso.
Nadie sabe cuándo será el momento de qué día, mes, año....de qué minuto en el que, durante una fracción de segundo, paren todos los relojes a tiempo. No se percibe ese minuto en que las manecillas se ponen de nuevo a girar. En otra dirección, a otro ritmo, pintando los minutos de color. Nadie se da cuenta de esos pequeños detalles que van haciendo grande la ilusión y los sueños realidad. De esos momentos que parece que pasan desapercibidos y no tienen mucho de diferentes. Pero que se guardan en la memoria del corazón y que van cambiando todo. Rimando ese nombre con el tuyo. Momentos llenos de suspiros, que van escribiendo una historia de amor. Que van formando fechas importantes para los dos.
Aunque la importancia no está en los números, en los meses fijados por el calendario. Reside en esas fotos, en los abrazos, besos...y en esos momentos de los que no se puede ni hablar. Ni falta que hace. Porque lo importante es que lo sepan los implicados. Que ya hablará el brillo de la mirada por sí mismo de cara a los demás.
Y es que nadie sabe cuándo va a dejar de sobrevivir para empezar a vivir de verdad. Pero, ¿Qué más da? Lo bonito de no esperar nada y sorprenderse cuando llega la suerte de tu vida es, lo mejor que te puede pasar.
 

 


lunes, 17 de agosto de 2015

Hogar, dulce hogar

Tenemos la manía de decir eso de "hogar, dulce hogar" cuando ponemos un pie en casa tras estar mucho tiempo fuera o donde podemos descansar tras un día agotador. Pero, hogar, me parece demasiado para denominar cuatro paredes y un techo en el que resguardarse. Yo prefiero llamarlo vivienda o casa. Un habitáculo, un lugar físico con muebles donde realizas funciones orgánicas vitales: comer, dormir, etc.
Pero, la idea de hogar, se ajusta más a las personas. Una casa puede resguardarte de los fenómenos meteorológicos y darte cobijo. Pero cuatro paredes frías, desnudas o cubiertas, no te darán el calor del hogar.
Me gusta más llamar hogar a unos abrazos cálidos que te resguardan del frío de la vida o que te esperan con alegría tras una larga ausencia.
Casa es donde puedes poner música, la radio, donde puedes ver la televisión o conectar un ordenador. Pero hogar, son unos oídos dispuestos a escuchar, todos y cada uno de tus problemas, o cómo cantas tu canción favorita. Unos ojos que ven en ti lo que nadie es capaz de vislumbrar, esa conexión humana y especial.
En una casa damos alimento al cuerpo, un hogar nos alimenta el alma.
En una casa puedes tener intimidad. Pero en tu hogar puedes ser tú mismo.
Buscamos calor en una casa, encendiendo la calefacción. Pero el candor se encuentra en un hogar, en otra piel. No es lo mismo la llama de una chimenea que la llama del amor. 
En una casa pueden convivir mucha gente. Tu hogar estará en el interior de pocas personas.
Puedes vivir en muchas casas en muchos países, en un pueblo o en una ciudad. Y dejarlas atrás sin pestañear. Pero, los hogares, los puedes encontrar en varios lugares, yendo de acá para allá, y los contarás con los dedos de la mano. Pueden ir contigo durante años, o pasar por tu vida como un rayo. Lo que es seguro es que tener que abandonar alguno, dejar de sentirlo, es de las cosas más dolorosas que experimentarás. Aunque a veces no quede otra opción.
Estar en una casa es encontrarse de cuerpo presente en un lugar concreto. Vivir en un hogar no entiende de tiempo ni espacio, es continuo y nómada. Es un estado mental, que viaja a donde esa persona está.  
Una casa puedes reemplazarla, derruirla, construir una nueva, o comprar una mejor. Las hay de diferentes tamaños, tipos y colores. Las puedes reformar o residir en sitios más cómodos.
Sin embargo, un hogar es irremplazable. En muy pocos encajarás a la perfección y su huella es imborrable.
Hogar no es donde guardamos la ropa o tenemos el álbum de fotos. Es con quien desnudamos nuestros miedos, despertamos sentimientos y compartimos memorias.
Hogar no es donde residimos, sino, con quien nos sentimos vivos. No es la dirección del remitente. Es donde sentimos que está nuestro corazón presente.
Tener una casa es una necesidad. Tener personas a las que llamar hogar, es  una bendición.  



sábado, 6 de junio de 2015

Embotellar momentos para recordar

¿Embotellarías el agua del mar en un frasco de cristal? Imagina poder abrirlo cuantas veces quieras y oler ese sabor a sal.
¿Enjaularías a una mariposa para poder sacarla con cuidado un rato y maravillarte con su bonito volar?
¿Meterías la fina arena blanca de la playa en un tarrito? Así jugar con ella siempre que quieras y sentir de nuevo entre tus dedos esa suavidad.
O imagina tener un invernadero en el que poder plantar de manera artificial tu fruta favorita durante todo el año. Y no  esperar tanto para disfrutar tan solo unos meses de esa delicia estacional.
Disecar una flor preciosa y colgarla de un cuadro en la pared para poder admirar sus colores sin parar.
Grabar la canción de ese concierto de tu cantante preferido y todas las voces cantando al unísono el estribillo de esa canción tan genial.
Algunas cosas de esas son científicamente posibles.  
Pero, al abrir el frasco añorarías poder zambullirte en esas aguas azules, la sensación de sentir la arena caliente en tus pies, la sorpresa de pasear por el campo y ver la bonita mariposa revoloteando en ese cielo azul. O la sensación de felicidad al ver estanterías llenas de esa fruta que tanto te gusta y llevarte una caja para poderla devorar. Echarás de menos el olor de esa florecilla recién cortada. O la mirada de complicidad de tu amigo al veros cantar.
Al igual que el frescor de la lluvia y el olor a tierra húmeda. El ruido de las olas en su continuo ir y venir o vislumbrar los pececillos en el fondo del mar.  El reflejo del sol en los granitos de arena y las figuras que construyes a toda prisa antes de que venga la próxima ola sabiendo que lo borrará.
Recordarás el campo lleno de margaritas, rosas...pero no el perfume embriagador que te llenaba los pulmones y te encantaba respirar.
Ni un millón de tesoros más. ¿Quién no querría poder guardar en una caja ese atardecer rojizo que se reflejaba en sus ojos?¿Esa caricia lenta que le hizo temblar o ese abrazo cálido que hizo que dejara de llorar? A todos nos gustaría poder embotellar esos besos de película, o esos que son mucho mejores en la realidad. Esa sonrisa que mostraba una gran felicidad. El frescor en los pies del agua cristalina de un riachuelo en el que parar a descansar tras un duro día de mucho caminar. Esos rayos del sol en la piel o el canto de ese pájaro que oías en un momento de silencio en la bulliciosa ciudad. O grabar la risa de los niños jugando en el parque y el maullido de esa camada de gatitos escondidos en algún cercano matorral.
Podemos sacar fotos, tener grabadoras o medio millar de aparatos tecnológicos más. Capturar esos instantes, inmortalizarlos para poder luego recordar. Pero, nada comparado con ese mismo instante, esa fracción de segundo en el que sientes de verdad. En el que parece que todos tus sentidos se han puesto de acuerdo con el equilibrio natural. Ese momento en el que el tiempo parece detenerse, en el que te sientes vivo, completo y feliz, disfruta de ese regalo y déjalo fluir a través de ti más que de cualquier aparato. A veces, nuestra agonía por no poder capturarlo e inmortalizarlo, no nos deja disfrutarlo en toda su magnitud. Y luego lo podremos tener colgado de la pared cogiendo polvo o en un viejo álbum de fotos olvidado en algún cajón, o en un estratégico sitio donde no se rompa nuestro tarrito de cristal.
Pero, cada vez que recuerdes la plenitud del momento, en el que ponías todos tus sentidos a funcionar, sentirás ese estremecimiento difícil describir y  casi imposible de explicar.
Somos la mejor caja donde poder guardar esos sentimientos que nos hagan revivir al recordar.
Así que mejor dejar de poner tanto empeño en inmortalizar sensaciones pasajeras y disfrutarlas de verdad.


jueves, 9 de abril de 2015

Tierra mojada

Olores con sabor a nostalgia, a lluvia y tierra mojada. De esos que empapan el corazón de ternura, cotrarrestando la sequía mental de sueños cuando la razón empieza a secarse. A quedarse sin ganas por las penas pasadas, los golpes de cada caída, las heridas casi cicatrizadas.
Olores por la ciudad que traen a tu mente paseos  por el campo, tardes de verano, sonrisas que no costaba esfuerzo regalarlas. Que se pierden en botellas a la deriva, en el mar de sentimientos en los que ahora naufragas. Sentir que no espera nadie en casa. Que los abrazos otrora cálidos se han tornado frías dagas. Que apuñalan tu inocencia, acaban con tu cordura y parece que matan el amor que antes desbordaba.
Olores que pintan de colores recuerdos que se reflejan en tu mirada. Que tiñen la frustración con felicidad caducada. Y dejan en los ojos una sensación salada. De gotas que caen con fuerza refrescando un poco los temores y rencores, limpiando el alma. Que se llevan lejos la niñez dejando un rastro de alegría olvidada. Y te encuentras con un panorama que ni en tus pesadillas imaginabas.
Olores...a tierra mojada, que aconsejan que abras el paraguas porque va a empezar a llover en nada.

viernes, 20 de marzo de 2015

Bengalas humanas

A veces pienso que las personas somos un poco como bengalas.  
Venimos en paquetes de distinto tamaño, tipo y color. Con instrucciones en diferentes idiomas y diversos dibujos estampados en el envoltorio. Pero, en el fondo, al abrirlos, descubrimos que todos somos iguales: palitos grises, finos, rígidos y un poco insulsos. Todos cortados por el mismo patrón. Venimos apagados, preparados para que una chispa nos encienda y poder mostrar nuestro resplandor.  Esperamos dormidos en cajas, almacenados en tiendas, olvidados hasta que se dé la ocasión y alguien nos compre, nos dé el suficiente valor.
Basta tan solo una pequeña llama para que empiece la diversión. Y sentir como nos encendemos, y llenarnos de calor. Consumiéndonos poco a poco, en un viaje veloz que recorre linealmente tan candente fulgor. Un instante fugaz en el que nos sentimos llenos de vida, calor, luz y pasión. En el que brillamos en la más absoluta oscuridad. Tan solo un pequeño momento en el que creamos un mundo de fantasía a nuestro alrededor. Con figuras extrañas, contornos indescifrables que dibujamos en el aire una milésima de segundo, creando un espectáculo digno de admiración. Un estallido silencioso de partículas mágicas que se quedan en la retina, despertando la imaginación. Y, tras ese cúmulo de chispas y tiznas de colores que nos hacen sentir cierta alegría, nos apagamos, sin ninguna explicación. Con la misma velocidad, sin ruidos, ni acrobacias que anuncien el final de nuestra peculiar y corta actuación. Un microsegundo más de remanente candor y un fin un poco perturbador. El que antecede a la oscuridad en la que se apaga el palo por siempre, dejándonos tan solo un recuerdo de su corta, única y bonita duración. Un recuerdo de esos que se guardan en el corazón.