viernes, 20 de marzo de 2015

Bengalas humanas

A veces pienso que las personas somos un poco como bengalas.  
Venimos en paquetes de distinto tamaño, tipo y color. Con instrucciones en diferentes idiomas y diversos dibujos estampados en el envoltorio. Pero, en el fondo, al abrirlos, descubrimos que todos somos iguales: palitos grises, finos, rígidos y un poco insulsos. Todos cortados por el mismo patrón. Venimos apagados, preparados para que una chispa nos encienda y poder mostrar nuestro resplandor.  Esperamos dormidos en cajas, almacenados en tiendas, olvidados hasta que se dé la ocasión y alguien nos compre, nos dé el suficiente valor.
Basta tan solo una pequeña llama para que empiece la diversión. Y sentir como nos encendemos, y llenarnos de calor. Consumiéndonos poco a poco, en un viaje veloz que recorre linealmente tan candente fulgor. Un instante fugaz en el que nos sentimos llenos de vida, calor, luz y pasión. En el que brillamos en la más absoluta oscuridad. Tan solo un pequeño momento en el que creamos un mundo de fantasía a nuestro alrededor. Con figuras extrañas, contornos indescifrables que dibujamos en el aire una milésima de segundo, creando un espectáculo digno de admiración. Un estallido silencioso de partículas mágicas que se quedan en la retina, despertando la imaginación. Y, tras ese cúmulo de chispas y tiznas de colores que nos hacen sentir cierta alegría, nos apagamos, sin ninguna explicación. Con la misma velocidad, sin ruidos, ni acrobacias que anuncien el final de nuestra peculiar y corta actuación. Un microsegundo más de remanente candor y un fin un poco perturbador. El que antecede a la oscuridad en la que se apaga el palo por siempre, dejándonos tan solo un recuerdo de su corta, única y bonita duración. Un recuerdo de esos que se guardan en el corazón.